Por Xavier Abu Eid
“La semana que viene empezaremos la temporada de damascos y nos gustaría que estuvieras con nosotros…”, leyó con una sonrisa nostálgica. “Sido (abuelo), Sido, por favor, sigue leyendo,” dijo el nieto de ocho años cuando Judeh se detuvo con una mirada nostálgica en un horizonte que a estas alturas no existía, como si sus ojos profundos pudieran penetrar en la cordillera de los Andes, cruzar el océano Atlántico y llegar al puerto de Jaffa, comprar una caja de naranjas y seguir por Al-Lydd, Lifta, Al-Malha y Al-Wallajeh, para sorprender a la familia reunida en Al-Makhrour, pasar unos días durmiendo en el tejado de la casa de dos pisos que construyó de adolescente, y más tarde ir al pueblo para rezar en la iglesia de San Nicolás y mirar la cantera del otro lado del valle, en Al-Slayeb, donde seguramente iría a trabajar con sus amigos Mahain, Yacoub y Emcula. El grupo iría a construir lujosas mansiones en Talbiyeh y Qatamon, disfrutando de una comida ligera a base de humus, queso blanco, aceite de oliva y za’atar y, si tenían suerte, el favorito de Judeh: un trozo de halawe (halva).
“Yallah (vamos), Sido. Por favor sigue leyendo. ¿Cómo están las cosas en nuestro país? ¿Alguien preguntó por mí?”, preguntó el nieto, tratando de llamar la atención de su abuelo. Judeh estaba bajo una imagen de San Jorge, un santo palestino que había traído consigo durante los tres meses que le había llevado el viaje Beit Jala – Jerusalén – Ammán – Damasco – Beirut – Sicilia – Río de Janeiro – Buenos Aires – Santiago de Chile. ¿En qué pensaba Judeh que dejó de leer?
Tal vez se dio cuenta de que esa sencilla Palestina con la que soñaba ya no existía. Quizás para entonces recordaba a los refugiados que veía llegar a Belén, desesperados y asustados, repitiendo el nombre de “Deir Yassin”. En esta Palestina, recordaba que Jaffa era todavía la “novia del mar”, antes de que sesenta mil de sus habitantes fueran expulsados y los naranjos fueran confiscados y destruidos en beneficio de una Tel Aviv en crecimiento. En esta Palestina, Al-Lydd estaba en su esplendor, y él rezaba en la iglesia de San Jorge antes de que Isaac Rabin, bajo las órdenes de David Ben Gurion, provocara la mayor expulsión que tendría lugar durante la Nakba.
“Sido, yallah. Si no quieres leer, al menos cuéntame una historia, como cuando llevaste un barril de arak casero a Ramala, escondiéndolo de los británicos porque habían subido los impuestos”. Judeh sonrió, pero no dijo mucho. En aquella Palestina, aún existiría una floreciente Lifta que incluso acogía a familias de refugiados armenios a la entrada de Jerusalén, y al llegar a Al-Malha podía ver, entre terrazas agrícolas, el Monasterio Salesiano de Cremisán frente a su querida cantera. La misma Malha que fue objeto de una limpieza étnica y cuyos habitantes terminaron viviendo bajo los olivos del barrio de nuestra familia, más tarde rebautizado con el nombre de Campamento de Refugiados Aída. Al-Wallajeh también fue destruido; se construyó un nuevo pueblo en el terreno que quedó para ellos y que, en las décadas posteriores a 1967, fue rodeado por muros, vallas y un asentamiento colonial ilegal llamado Har Gilo.
Tal vez Judeh guardó silencio porque Al-Slayeb se había convertido en el asentamiento colonial ilegal de Gilo; porque las mansiones que construyó en Talbiyeh y Qatamon fueron ocupadas y saqueadas, y para entonces ya no estaban habitadas por las personas que los habían contratado a él y a sus amigos. También se sentía solo: todos sus amigos habían fallecido en Palestina sin que él pudiera asistir a ninguno de sus funerales.
Por alguna razón, Judeh dejó de leer, pero su mirada ya no estaba perdida; miraba a su nieto. “¿Quién es el amor de Sida?” “¡Yoooooooo!”, respondía su nieto. “Ahora, ¿podrías seguir leyendo la carta y decirme si ammo (tío paterno) Nakhleh pregunta por mí?”. El mayor de los nietos y varón, el niño mimado sabía perfectamente que era el centro de atención en aquella mentalidad tradicional. “Sí, se acuerda bien de tu primer día de colegio, cuando no dejaste que nadie te acompañara, sino nosotros dos”.
El nieto se dio cuenta de que Judeh se había puesto nostálgico. “Bueno, Sido, es hora de cerrar la tienda (de comestibles) e irnos. Podemos ir a sentarnos bajo las parras y comer algo que te guste. ¿Qué tal un poco de zeit w za’atar que quedó en la cocina? Haces una ensalada fresca; me encanta lo pequeños que cortas los tomates, los pepinos y las cebollas. Échale harto aceite de oliva, pero por favor deja una parte sin ajo ni pimientos picantes para que pueda comer contigo”.
Ese diálogo tenía lugar en el corazón de uno de los barrios más importantes de Santiago, Los Leones, donde esa casa se había convertido en un pequeño Beit Jala. En contraste con las mansiones del barrio, rodeadas de finos pinos y otros árboles europeos, la casa de Judeh tenía damascos, limones, parras y una higuera, mezclados con el olor a orégano, jazmín y rosas. Disfrutaba de una morera (toot) cercana y del olivo del vecino que se le permitiría cosechar. Unos años más tarde, cuando el nieto se dio cuenta de que los árboles estaban honrando a Palestina, trajo un naranjo. “Ves, Sido, sólo teníamos Beit Jala; ahora traigo Jaffa”.
Al crecer con sus abuelos, este nieto nunca pudo disfrutar plenamente de la vida en Chile. “Querido, los británicos nos vendieron; Ben-Gurión nos expulsó; perdimos Palestina”, decía Judeh con voz triste, sólo para provocar una fuerte reacción. ”¡No, Sido! Nada de eso, y en todo caso, ¡la recuperaremos!”–recreando un diálogo que se repite en miles de hogares palestinos entre los supervivientes de la Nakba y las nuevas generaciones. El nieto no supo cuál fue la expresión de Judeh cuando un funcionario israelí le dijo en el Consulado de Israel que ya no era “residente de los territorios”, pero que podían “pensar” en darle una visa de turista para ir a su lugar de nacimiento. Y así, repitió el viaje de vuelta a casa como “turista chileno” en varias ocasiones, la última con su nieto. “Ahora sabrás a qué sabe el verdadero laban (yogurt)”, le dijo Judeh a su nieto mayor.
Por fin el niño iba a entender los años en que su abuelo descartaba los productos chilenos de alta calidad. “Sí, esta sandía está buena, pero no has probado las que teníamos en la patria”, era una situación recurrente, al igual que con los tomates, los pepinos e incluso las almendras. Pero lo más importante era, sin duda, la calidad de los damascos, que parecían incomparables.
“¡Mishmish, Sido! ¿Vamos a comer mishmish?”, sonaba como la pregunta más importante. “Probarás el pan taboon. ¡Ése es pan de verdad!», agregaría Nameh, la abuela. Huérfana, Nameh era en gran parte responsable de mantener el hogar como una isla palestina en medio de uno de los barrios más prestigiosos de Santiago. “Ven, cariño. Tienes que aprender a enrollar hojas de parra. Sé que te encantan, y la gente ya no las hace a menudo, así que tienes que aprender tú mismo”, le dijo una vez a su nieto. La comida en esta etapa era una forma de mantener viva a Palestina, y la mayor parte de la familia, a sabiendas o no, compartía la centralidad de cada comida—que a menudo se compartía con otras personas que quedaban muy impresionadas, no sólo con las recetas culinarias palestinas, sino en general con la hospitalidad palestina.
Pasaron los años y aquel nieto creció. Judeh mantuvo la misma sencillez de los años en que construía mansiones en Talbiyeh y Qatamon, pero envejeció y enfermó. Los médicos ya no le recomendaban un viaje por el Océano Atlántico y la Segunda Intifada ya había comenzado. El Beit Jala de Judeh fue bombardeado y su nieto no pudo evitar las lágrimas al ver las imágenes de la destrucción en las mismas calles que había recorrido por primera vez sólo unos meses antes. Después de años de escuchar sobre Palestina, el nieto había podido visitarla con Judeh, sintiéndose por fin orgulloso de estar en su país.
En ese momento, cuando las casas de Talbiyeh y Qatamon estaban habitadas por israelíes y Al-Slayeb se había convertido en un frío asentamiento colonial, Palestina para el nieto seguía siendo Palestina. Judeh y Nameh habían conseguido mantener Palestina viva a 13.000 kilómetros de casa. No murió, como lo habría pronosticado Balfour, Herzl o Golda Meir.
Un día el nieto dejó ese hogar. “¿Cómo vas a dejarme? ¿Quién me hablará ahora de la patria? ¿Quién cantará conmigo?”, dijo Judeh, manteniendo esa mirada nostálgica, haciendo que su nieto recordara cómo cantaban las canciones favoritas de Judeh, desde Abdel Halim Hafez hasta Abdel Wahab, Um Kalthoum y el eterno éxito Wein a Ramallah. “Voy a volver a Palestina, Sido. Intentaré hacer lo que tú no pudiste hacer”, dijo el nieto, con la inspiración de alguien que sólo unos días antes había recibido su grado de bachiller. El nieto recordó entonces que su abuelo se vio obligado a dejar la escuela a los once años para poder ayudar a su familia. Ese nieto se graduó gracias al esfuerzo de Judeh, y ambos lo sabían bien cuando, en ese momento de no retorno, se abrazaron.
Se produjo un silencio. El nieto recordaba cómo todos los sábados por la tarde Judeh pasaba horas escribiendo cartas a su familia que quizás nunca llegaban a Palestina; cartas que recibía un cartero que a esas alturas ya conocía por su nombre a los miembros de la familia en Palestina. Él iba a intentar hacer lo que las cartas no pudieron.
Llegó el día. El nieto estaba listo para salir hacia el aeropuerto de camino a establecerse en Palestina. Judeh se veía triste, pero orgulloso. “Por favor, espera”, dijo, yendo a su tienda de comestibles y volviendo con unos cuantos chocolates. “Llévatelos para el camino”, dijo, intentando recordar a su nieto que la sencillez que un cantero traía de lejos también formaba parte de ser palestino.
Judeh, mi abuelo, falleció casi un año después en Chile. La iglesia estaba llena de gente, y muchos de mis amigos decían que asistían porque él les recordaba a Palestina. Se las arregló para mantener Palestina viva, al igual que otros miles de personas, sin importar dónde fueron a terminar.
Judeh, un hombre sencillo, acabó derrotando a Balfour, Ben-Gurión y otros. Quizás murió sin saberlo, pero lo hizo.
Xavier Abu Eid nació en Santiago de Chile, vive en Palestina y sigue sintiéndose el nieto mimado de Judeh. Es politólogo, Magíster en Estudios Diplomáticos y Magíster en Estudios Avanzados en Mediación en Procesos de Paz. Es autor de “Rooted in Palestine: Palestinian Christians and the Struggle for National Liberation 1917-2004” (Dar Al Kalima University Press, 2022). Agradece a Hiba Khoury el haber compartido historias sobre su abuelo–el obispo Elia Khoury–y a Diego Khamis aquellas sobre su abuelo Bishara Khamis.